miércoles, 17 de febrero de 2010

Octavio Gómez Ledesma

Un poeta colgado de las ramas de los arboles, intelectual con sombrero de copa que se interroga
y comenta acerca de los pantalocillos cortos de las mujeres jovenes.
Patriota traidor sumergido en la subversión de sus ideas, alejado del pensamiento colectivo y de los cantares nacionalistas, siempre asqueado.
Vividor de sí mismo, farsante que al observarse frente al espejo tan sólo ve el presente que por sus ojos corre. Investigador del pasado que pretende hacer a un lado, embustero que a diario se engaña con tinta y papel… y al final sonríe, pues una vez más lo ha logrado.





Gigantes

Su madre lo vio desde la cocina paseándose por el patio, como siempre antes de cualquier otra cosa en el día. De un lado para otro soltando frases incompletas que sólo le servían para salir corriendo a emprender otra empresa estéril. Pero ahora era diferente, había olvidado sus pantalones de diario y sus camisas a cuadros, andaba semidesnudo luciendo unos calzones largos y un par de viejos calcetines rotos del talón.
Llevaba varias horas así, su madre no se preocupó pues le era normal verlo cada lunes con ese ajetreo desesperante y por todos esperado con ansía desde el último viernes, cuando se sentaba bajo el limón a llorar su último fracaso.
Milagros García, una señora de edad avanzada, grande y fuerte, con el paso lento de quien ha luchado a diario en la vida. Ella siempre dispuesta a arreglar la vida de sus hijos con un jalón de orejas, aunque con Joaquín actuaba de una manera muy distinta, siempre otorgándole la libertad y paciencia que él necesitaba. Nunca había escuchado un no de respuesta salir de su sabía boca, en cambio usaba los pretextos y mil explicaciones.
Lo mejor que podía pasarle en la vida era verlos irse al cielo en medio de una luz azul para nunca más regresar. Hablaba con todos de lo mismo, de las docenas de hijos que se le habían ido levitando hasta perderse entre las nubes.
“Con Joaquín es muy diferente” pensaba ella, le había cambiado de opinión acerca de recibir la instrucción militar que él había deseado desde pequeño, “No deseo un guerrero intergaláctico” les escribía a sus familiares lejanos y olvidados. Lo convenció de abandonar la escuela poco después de que aprendió lo básico: leer, escribir y hacer las cuentas elementales para poder llevar adelante un negocio pequeño, “No quiero un primer ministro del Rey en Bel-o-Kan y mucho menos un Virrey en Molk, tierra de bárbaros y asesinos.” Lo fue retirando de la religión, “¿En los templos de Gaux? Deberías conocer más acerca de esos hombres siniestros.” Lo único a lo que no puso una sola excusa y además porque las leyes lo obligaban, era el trabajo. Y él había decidido ser su propio jefe, algo en lo que su madre estuvo de acuerdo, porque de esa manera nadie se lo llevaría a alguna mina sulfurosa en algún rincón lejano de la galaxia.
Aunque siempre se interesó por las cosas que había hecho su hijo, en esta ocasión ni siquiera lo llamó para que comiera cualquier cosa. Era bueno verlo descamisado y en calzones, talvez ahora sí aceptaría su destino, le era permitido hacerlo. Esperar su destino en donde él se sintiera más cómodo. Así eran las leyes que lo obligaban a trabajar casi como un esclavo o lo dejaban esperar su fin, si él lo decidía; de cualquiera de las dos formas su cuerpo era comida para el Imperio. El destino que él había rechazado desde su mayoría de edad. Prefería trabajar y pagar la mitad de sus ganancias como impuesto de vida, con la libertad de no ser perseguido por los depredadores colmilludos del Imperio. Pero después de tantos años de trabajos estúpidos, tantos más de empresas estériles, de llantos de fin de semana, por fin pensaba en retirarse, sin más que la tranquilidad de la espera del destino. Y por eso su madre sentía una leve alegría dentro de su pecho, porque el destino es parte de la vida.
Ahora ya no lo veía y por largo rato no lo vio, hasta que el quejido de sus plantas apetitosas le llamó su atención, lo vio arrancando las hojas y devorándolas tranquilamente, con la paciencia de quien espera lo que desde siempre se conoce. Su madre se pegó a la ventana y lo vio mutarse, dos enormes colmillos en forma de tenazas curvas le brotaron junto a la boca. Él continuó tragando hojas. Milagros jaló un banco, se acomodó en éste para poder apreciar aquel espectáculo único. Necesitaba el mejor ángulo para ser testigo de la metamorfosis de Joaquín.
El cuerpo se le fue alargando, sus gritos se agudizaron a tal grado que terminó lanzado un agudo chillido. De los costados de su cuerpo brotaron tres pares de patas verdes, delgadas y tupidas de callosidades afiladas. La cabeza se le partió en dos para dejar salir una más grande con un par de ojos enormes. Del lomo le brotaron un par de alas arrugadas y brillosas. Su antigua piel de humano se resbaló por un costado hasta el suelo. Dio unos pasos vacilantes, se detuvo a agitar sus alas, se hacía para delante y para atrás, como si algo lo empujara con mucha fuerza. De pronto, sus patas traseras crecieron más, cuando terminaron de salir, de un sólo movimiento dio un gran salto cayendo en el mismo sitio.
Dio un par de vueltas por el patio, ahora más pequeño para él. Volteó a la ventana de la cocina, desde donde su madre le decía adiós con la mano mientras lloraba en silencio. Joaquín pegó un gran salto y se fue volando al país de los gigantes.

– Cuídate de los depredadores colmilludos del Imperio, Joaquín – dijo su madre desde la ventana, mientras le brotaban más huevesillos de la espalda¬ –.

Octavio Gómez Ledesma.
08042004.

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